domingo, 21 de agosto de 2011

Isaac

Cuando entré a la secundaria, a los 11 años (a punto de cumplir 12), no tenía idea prácticamente de nada.
Estaba yo en primer año, sección "C" y en el tercero "A" había un muchacho llamado Isaac. Todas las niñas de la escuela lo encontraban "guapo"; todas menos yo.
Una niña bajita, insegura y con brackets tiene siempre expectativas más bajas.

A mí me gustaba Isaac, el de primero "B". Un niño alto, flaco, serio y casi tan retraído como yo.
Estábamos juntos en la clase de inglés y estoy segura que ni siquiera sabía de mi existencia, hasta que alguien empezó a correr el rumor (muy cierto) de que me gustaba.
Todo mundo (al menos en mi corta percepción) lo sabía, y yo moría de pena. No podía voltearlo a ver, ni siquiera pasar cerca de él sin sonrojarme.

Un fatídico día, nefasto miércoles, iba yo junto a mis amigas y fue inevitable coincidir con él y sus amigos en el pasillo. El corazón se me aceleró, me temblaron las piernas, me sonrrojé, me quería morir.
Él actuó como si no le importara (porque en realidad no le importaba).
Nada podía salir peor. O sí. Uno de sus amigos me preguntó directamente, frente a él, si me gustaba...
No sé qué tan bueno sea, pero desde que tengo memoria he sido partidaria del "si tienes un revolver, dispáralo". Así que disparé (en mi contra, tal vez) y respondí un "SÍ".
Ya ni recuerdo lo que sentí, pero seguramente fueron todas esas sensaciones y emociones adolescentes juntas, en un segundo.

Tampoco recuerdo qué hice ese día, ni qué pensé (obviamente nada).
Lo único que recuerdo fue, al día siguiente llegar a la clase de inglés, ver a Isaac de reojo, fingir demencia y sentarme en mi lugar. Jamás lo habría esperado, pero él se acercó a mí, me dijo "hola", me entregó un papelito y se fue.
Evidentemente no se la complicó. Le fue muy fácil.
Abrí la nota, una especie de carta escrita por él (con una letra bastante fea).
Claudia:
Quiero que sepas que eres una persona muy linda y me caes bien pero ahorita tu y yo no podemos ser novios.
Isaac
No fue la decepción, ni la tristeza lo que me pudo más. La verguenza.
Qué pena. Quise desaparecer del salón, de la escuela, del planeta.
Sufrí dos días, o tres. Luego hice como que lo había superado y como que no me importaba.
Los años restantes en la secundaria lo evité, siempre le saqué la vuelta, me hice la que no lo conocía hasta que poco a poco se atenuó la pena y pude vivir con esa anécdota en mi historial.

Luego conocí más gente. Otros Pedros, Jesúses, Sergios... Entré a la prepa y conocí más Julios, Robertos, Davids, Césars, Jorges...
Pero nunca otro Isaac.

Cuando parecía que lo había olvidado, lo recordé. A él y nuestra fallida historia. Dos días después me lo volví a encontrar. En la calle. Después de casi 8 años sin vernos.
Los dos muy cambiados.
Nos saludamos como buenos amigos, con gusto. De verdad me alegró verlo.
Platicamos un poco e intercambiamos números; quedó en llamarme porque (según él) "le encantaría que saliéramos".
Yo sabía que no llamaría. Esta vez no tenía ninguna esperanza, no había ningún revolver para disparar.

Pasaron tres meses (o más) y nos volvimos a encontrar. En la calle de nuevo.
Y de nuevo lo saludé con gusto.
Esta vez sí disparó su revolver y me invitó a salir. Acepté.
Cenamos y platicamos.
Me la pasé bien. Hasta ahí.
Me di cuenta que él también era una persona muy linda y que me caía bien, pero que ahorita tampoco podíamos ser novios. Ni ahorita ni nunca. Somos muy diferentes.

Aunque no terminó como yo alguna vez soñé, el ciclo estaba cerrado de forma satisfactoria.
O eso creía yo.

Cuando comencé a trabajar en el jardín de niños batallé para aprenderme los nombres de mis alumnitos.
Uno de ellos, en una de las primeras clases, se me acercó y me dijo: "Tú eres mi novia, miss".
Sólo le sonreí, como diciéndole "acepto". Cuando terminó el ciclo escolar nos despedimos, prometiéndonos extrañarnos.

Sí, ese niño de 5 años se llama Isaac.

domingo, 7 de agosto de 2011

Nada más quiero:

Un fin de semana tranquilo.
Comprar zapatos e ir al cine un sábado.
Un domingo nublado y lluvia fuerte;
Estar todo el día en pijama, comer galletas,
ver una película en la televisón abierta, reir por lo mala que es;
asomarse por la ventana, empañar el vidrio con el aliento.
No tender la cama, dormir la siesta por la tarde.
Releer el libro favorito, dedicar canciones viejas y tomar café.
Ver un concierto de la banda favorita en la computadora,
pintarse las uñas de los pies; no preocuparse de nada,
(olvidar que al día siguiente la rutina vuelve otra vez).

¿Es mucho pedir que estés aquí conmigo, quien quiera que seas, mientras esto sucede?